TEATRO - La visión hegemónica en "El ángel caído" de Vicenta Laparra de la Cerda

Vicenta Laparra de la Cerda (1831-1905), escritora, intelectual, educadora y periodista de origen quetzalteco.

Justo al comenzar la obra, en la primera escena, alguien califica a Luisa, la protagonista, de la siguiente manera «¡Qué mujer tan altanera!» (Laparra, 2011, p. 5). ¿Quién se refiere a Luisa de esta manera? ¿Un hombre? No. Es otra mujer. Isabel, quien trabaja con Luisa, la califica de esta manera. Se puede aducir que siendo Isabel una mujer con una mentalidad más terrena, considere a la señora de la casa como una casquivana. Sin embargo, ¿habrá alguna otra razón?

En la segunda escena, encontrándose sola frente al espejo, es Luisa quien dice «¡Sola yo me causo horror!» (p. 6). Ahora la impresión viene de otra mujer, de ella misma al contemplar su reflejo.

En tan sólo dos escenas, dos mujeres han juzgado a otra. ¿Por qué? Por sucumbir a su pasión. Algo que los hombres de la época en que fue escrita la obra hacían todo el tiempo. En la actualidad no parece que esto haya cambiado.

Y si las mujeres juzgaban a otra mujer con tanta severidad, ¿quizás los hombres no lo hicieran? ¿Qué es lo que dice Agustín, el contador, incluso antes de confirmar los amores de Luisa con Marcos, el amigo de su esposo? «¿Con que ha manchado su honor / Esa meretriz maldita?» (p. 16). Es decir, pretende insultar a Luisa al implicar que es una prostituta, y de paso insulta a la mujer que ejerza la prostitución porque en sí le parece indigna. Al seguir excavando se encuentra un tope. ¿Qué le otorga el derecho al hombre de degradar a la mujer por tener relaciones sexuales, sean estas cobradas o gratuitas?

Ahora bien, quizás Marcos, el seductor tenga una visión distinta acerca de Luisa (o de las mujeres en general). ¿Qué le dice a su amante, cuando ella le comparte el sufrimiento que siente por el remordimiento de haber abandonado a su esposo e hija? «Bella Luisa: te aconsejo / Que ya no sigas llorando; / Me fastidian los lamentos / Y me desespera el llanto» (p. 30). Es decir, la expresión de las emociones femeninas es algo que estorba. Esta censura se suma a los juicios anteriores.

En el tercer acto, tras un ostracismo de catorce años, Luisa se “atreve” a volver, pues desea ver a su hija María, y tras sufrir los insultos de Pedro, su padre, y los desprecios de Alberto, su esposo, la mujer, quien según parece no tiene derecho ni siquiera a arrepentirse y pedir perdón, exclama desesperada «... Dios perdona al culpable / Y los hombres, no perdonan!» (p. 71). Efectivamente, se hace patente quién está tras los juicios de Isabel y de la misma Luisa contra su persona: la visión hegemónica del hombre. Aquella que llama a la mujer altanera por ataviarse, horrorosa por sentir deseos ilícitos, meretriz por realizar estos deseos y desesperante cuando llora. 

Lo decía Virginia Woolf, al hablar de las escritoras inglesas de principios del siglo XIX «... una mente que tuvo que alterar su clara visión en deferencia a una autoridad externa... Su autor había alterado sus valores en deferencia a la opinión ajena» (1995, p. 102). Así, Vicenta Laparra de la Cerda, defensora de los derechos de las mujeres, no podía evitar que su personaje, Alberto, exclamara, cuando María, su hija le recordaba que Luisa era su madre «Pero es un ángel caído...» (p. 83). ¿Caído de dónde? Por supuesto, de la opinión masculina que quiere que la mujer sea muda, pura y sencilla. 

«El Ángel Caído» (R. Bellver, 1877), en Madrid (España). Fuente: https://es.wikipedia.org/

Referencias:
  • Laparra de la Cerda, V. (2011). El ángel caído. Guatemala: Asociación Cultural Vicenta Laparra de la Cerda.
  • Woolf, V. (1995). Una habitación propia. España: Editorial Seix Barral, S. A.


Gracias a la colaboración de: Julio Enrique Pellecer.

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