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El analfabetismo funcional y el selectivo pueden llegar a ser tan nocivos como el analfabetismo llano; saber leer y no practicarlo como un hábito es un desperdicio tanto de las habilidades que se adquieren con la lectura (análisis, inferencia, argumentación) como del tiempo invertido para dominarlas.
Así también el analfabetismo selectivo se adquiere al cerrarse a las lecturas por prejuicio religioso, ideológico de gusto o interés; si bien es cierto que el tiempo es un recurso determinante en la lectura y no podríamos aunque quisiéramos dedicarnos a leer cuanto se nos pasa frente a los ojos a la manera de un niño que descubre sus primeras letras.
Pero esta selectividad de
lecturas cuando competen a un tema que pretendemos dominar, o en el que nos
hemos especializado, o del que nos lanzamos como defensores o enemigos
acérrimos, gran daño le hacemos a nuestras opiniones al limitarnos a leer tan
solo de la fuente que es de nuestra preferencia y no a los contrarios para
hacer un ejercicio de síntesis.
Y no es ajeno a estos vicios el
lector de ficciones, el que dice solo leer “historias” o poesía, o el que
idealiza la literatura con función poética. Quiero centrarme en la ficción, pues para los
textos de referencia o científico se sirven muy bien los argumentos lógicos para
desprestigiar a los lectores parciales o fanáticos de corrientes de pensamiento
o ideológicas. Los prejuicios son síntomas de
esos analfabetismos.
El que lee ficción puede por su
inexperiencia o falta de reflexión caer en muchos vicios, de los que se cuenta:
creer que la obra literaria guarda relación con la fantasía o experiencias de
la vida del autor.
Hay que entender que como todo
artista puede nutrirse de lo que ha observado vivido o reflexionado, pero también
puede crear a partir de su ingenio y análisis del comportamiento humano; una
verdadera obra literaria no será un panfleto ideológico ni un desahogo de
frustraciones y deseos puestos en práctica o reprimidos.
No hay que limitarse al biografìsmo (como hacen muchos docentes
de literatura) y tratar de encajar la narración, la escena o la poesía en las
vivencias de los autores; pues la gran mayoría viven vidas mucho más simples o
sedentarias de las que presentan en sus obras. Una obra podrá ser buena para un
lector en la medida en la que logre conectarse con sus emociones y causar
intriga; no como el producto de un cotilleo vespertino al estilo Paty Chapoy en
el que el lector juzga que tan aberrado o no es el escritor. Autor, narrador y personaje no
son lo mismo.
Otro prejuicio ocurre con las
lecturas de la antigüedad o la edad media; se suele juzgar los textos antiguos
como obras de complicada comprensión por su lejanía en el tiempo que fue
escrito; o tenérselas como producto
exclusivo de la mente humana, y por ello mermar su valor simbólico como plantea
J. Evola en The Mistery of the Grial.
Un lector sano no pude obviar los
clásicos, son las obras que dieron fundamento e inspiración a trabajos
posteriores, especialmente los clásicos occidentales están revestidos de
nuestra cultura; nos invitan a conectarnos con quienes somos, con nuestros
ancestros, tradiciones y concepción del mundo; es tan cargados del principio de
verdad superior más básico: «El mito».
Al leer un texto clásico debe
dejar de buscarse a Homero, el valor histórico o las descripciones exactas de
lugar y hechos; dejar de ver el mundo propuesto con el cientifismo contemporáneo.
“Lo que nunca ocurrió es
eternamente cierto” decía el emperador Juliano el Apostata.
En The Mistery of the Grial, se nos recuerda que en toda
incongruencia, en toda fantasía, en toda inconexión de aquellas obras reside el
valor simbólico y se guarda un mensaje oculto.
Otros prejuicios usuales son los
de la lectura estética y la de complacencia; leemos obras y las valoramos solo
por los recursos estéticos que plantean; así infravaloramos las obras pasadas
por no contar con tantos giros y usos de recursos como los actuales; obras como
Ulises de James Joyce pasa a
valorarse más que por ejemplo El libro del
Buen Amor aunque no tengan conexión temática; suele tenerse al Ulises como
obra magnífica por el uso del monólogo interior; aunque su desarrollo de
acciones e historia sean un tedio.
El prejuicio de complacencia es
aquel en el que caen los escritores al limitarse en la actualidad a componer
obras de carácter netamente realista o urbano (con lo que pueda complacerse o
identificarse el lector). Hemos abandonado la fantasía o el mito la grandeza de
tiempos pasados para limitarnos a describir y apreciar como un escritor
mediocre se emborracha todas las tardes, se acuesta con mujeres de moral
dudosa, se lía a golpes en un callejón y se queja porque sus editores nunca le
publican.
Escritos de la noche les llama
Yukio Mishima en el Sol y el acero,
viven y lucran (si es que lucran) de la obscuridad.
El prejuicio de complacencia es
el que produce obras mediocres o medianamente buenas en busca de complacer a la
mayor cantidad de lectores; el autor se vuelve un exhibidor y la obra literaria
un producto a gran escala; y no tiene nada de malo producir obras de calidad
que sean entendidas por pocas mentes; es en sí dotar al mundo de grandes
composiciones.
El prejuicio lector nos cierra la
visión y el entendimiento, es nuestro glaucoma; nos hace comprender el valor de
la literatura o el valor de un escritor de forma muy limitada.
Queda decir que
el gusto, el disfrute y la capacidad de interpretación y análisis crítico se
adquiere como el del paladar del catador de vino o el músculo del
fisicoculturista: con esfuerzo y constante práctica, con la experimentación de
sabores diversos, con la capacidad de expresar: “esto no es de mi agrado o lo
rechazo por mi criterio aunque me nutro para refutar lo que se me presenta”.
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