PUBLICACIÓN POR ENRIQUE ALFARO / 9 DE MAYO 2019
El licenciado Ricardo Casanova y Estrada, “el Grande”, nació en la ciudad de Guatemala el día 10 de noviembre de 1844. Sus padres fueron Don Bernardo Casanova y Vigil y Doña Dolores Estrada. Estudió con los Señores Alejandro Arrué y Juan de Urrutia, en el Liceo San Ignacio. Siendo alumno destacado. Participaba en el teatro en el que el Señor Arrué lo había seleccionado para uno de los papeles.
En 1858 estudió filosofía en la Universidad de San Carlos de Borromeo y paralelamente cursos de matemáticas, contabilidad, retórica y lengua italiana. Obteniendo el título de Bachiller en Filosofía, con todos los méritos ganados en 1860.
En 1861 inició los cursos de Derecho Civil, Canónico y Romano. Luego los de Derecho Teórico-Práctico, Práctica Forense, Literatura Española, Derecho Internacional, Derecho Público y Economía Política. Hizo su pasantía de abogado en el tribunal del Consulado de Comercio, en el Juzgado Mercantil y en el despacho del Licenciado Don Manuel Ubico, Fiscal del Tribunal Supremo de Justicia.
Participó en un curso de Medicina legal y en conferencias literarias en casa de José Milla. Pero también encontraba su tiempo para profundizar en las lenguas y en la literatura francesa e inglesa. Formó parte de la Sociedad Filarmónica de Aficionados, que se había fundado en 1813.
En 1868 se gradúa como licenciado en derecho. Tuvo diversos cargos públicos, entre ellos como primer síndico de la Municipalidad, secretario de la Junta Directiva del Señor de las Misericordias. Además, dio clases de Derecho Romano e Historia del Derecho Romano. También dio las clases de Literatura Española y Derecho Internacional.
De sus escritos se conserva el prólogo de la novela Los Nazarenos, obra de Don Pepe Milla. Colabora en diversos periódicos con sus prosas y versos. En su ancianidad todavía obtuvo un segundo lugar en 1912, presentando el escrito con su seudónimo al periódico La República.
Compartimos un fragmento del poema dedicado a la muerte:
“A la muerte
melancólica virgen, tú conduces
en misterioso tránsito las almas
a la montaña de inmortales luces,
de fuentes vivas y de verdes palmas:
Ella es del hombre patria venturosa,
de do contemplo con mirar sereno
la pesada existencia borrascosa,
de dulce calma en el eterno seno;
como salvado naufrago que mira,
en la playa las olas encrespadas,
cuya embestida formidable expira
a su planta en espuma argentadas.
¿De los hijos de Adán sin ti, qué fuera?
Esclavos de la tierra, son sus días
lucha sin tregua, dolorosa, austera,
su pan es llanto y locas fantasías.”
Entre sus obras poéticas están la Oda al Sagrado Corazón y El saludo a Guatemala. Puede considerarse obras de arte su sermón a la Inmaculada Concepción de los franciscanos. Sería cordígero, de la rama franciscana; probablemente su devoción a la Inmaculada, a la que le encomendó muchas veces sus trabajos, pudo haberse debido a la influencia de Don Pepe Milla.
Defendiendo una causa justa, lo castigó Don Justo Rufino Barrios, y la resolución de Ricardo fue convertirse en sacerdote. Pero su obra literaria no menguo como tal, si bien tenía mucho más que hacer. Sería arzobispo, estuvo desterrado y regresó del exilio. Luego mientras visitaba una parroquia del interior del país fallecería. Se ha considerado como el entierro más grande e impresionante que tuvo Guatemala durante el siglo XX. La causa de beatificación aún no se ha iniciado.
De este hombre, decía el presbítero José María Colom: «De haber tenido libertad de acción dentro de la órbita en que el derecho le hubiere amparado, qué florecimiento el que alcanza la Iglesia guatemalteca, qué embellecimiento en sus edificios teniendo el solo a un verdadero artista que así dominaba la música como triunfaba en las letras, y que en viajes y lecturas refinó la delicadeza de su exquisito temperamento: qué esplendor y pompa en las ceremonias ordenadas por tan observante ritualista y tan profundo conocedor de la liturgia; qué disciplina la del clero gobernada por un hombre justo, espejo de moralidad y modelo de severas costumbres; qué mejoramiento el de una sociedad en que se rompieron vínculos de antaño respetables y en la cual supo brillar como atildado caballero el pastor que con segura mano empuñaba el báculo espiritual para guiarla por sendas de virtud».
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