Luis Xalín (Santa Lucía Cotzumalguapa, Guatemala 1985).
Es escritor y lector asiduo de poesía; desde muy joven inició su participación literaria como columnista de opinión en las revistas Cotzumalguapa y Sendero.
Fue ganador del primer lugar del concurso literario Juegos Florales Nacionales de Siquinalá, Escuintla, en 2007.
Actualmente es residente en Huston, Texas, Estados Unidos de América; a partir de 2013 reaparece en el ámbito literario; ha participado en certámenes nacionales e internacionales; de ello se ha hecho acreedor de mas de 25 premios diferentes de poesía, ensayo y cuento.
A través de la literatura, contribuye a la difusión del idioma español, la cultura, costumbres y tradiciones guatemalteca, desde el 2016, en los grupos literarios Escritores Cronopios Houston y Conversando a través de la poesía; y, en diferentes eventos culturales.
De sus obras literarias se cuentan:
Ala ausente (poemario) - 2018.
El paracaidista infantil (cuentos) - 2019.
Algunos de los galardones recibidos:
- Primer lugar en cuento de los VII Juegos Florales Nacionales de Siquinalá, Escuintla, Guatemala, 2007.
- Primer lugar en poesía del XXIV Concurso Internacional de Poesía y Narración del Instituto de Cultura Peruana (ICP), Miami, Florida, 2015.
- Primer lugar del XV Concurso de poesía “Lincoln-Martí”, organizado por las escuelas Lincoln-Martí y el Semanario Libre de Miami, Florida, 2017.
- Primer lugar del IV Concurso nacional "Cuéntale tu cuento a La Nota Latina". Organizado por www.lanota-latina.com y la Asociación Internacional de Poetas y scritores Hispanos (AIPEH), de Miami, Florida, 2017.
- Ala ausente, poemario ganador del primer lugar del North Texas Book Festival (NTBF). Y, segundo lugar compartido del International Latino Book Awards (ILBA). Ambos premios en el 2019.
Fuente: Luis Xalín en Guatemaltecos Ilustres
POESÍA
Con amor a café*
I
La faz, como la del sol,
asomé por el jardín
en búsqueda del jazmín,
el clavel o el girasol.
Antes de que el arrebol,
con pincel multicolor,
transforme en grano la flor
del cafetal prodigioso,
quiero conocer, ¡dichoso!,
tu rostro de giraflor.
II
Una taza de café
amargo de negro olor,
endulzó mi desamor,
reviviéndome la fe.
Yo solo tomaba té
y chocolate caliente;
hasta que tú, de repente,
con tacitas de dulzura,
liberaste la amargura
del cafeto de mi mente.
III
Cuando tu belleza
toma el café de la colina,
me embruja la cafeína
de tus besos con su aroma.
El vapor como paloma
alza el vuelo de la taza
mientras te quema la brasa
de esta pasión desmedida
que tomas como bebida
contra el pecho de mi casa.
*Décimas del poemario Ala ausente
En peligro de extinción*
La compasión colmaba mis cántaros que por sus comisuras vertían un reguero de lágrimas. La animadversión zumbaba en la mente de la enardecida turba que gritaba:
—¡Línchenlo, línchenlo, échenle gasolina, mátenlo, él es!
Unos estaban de acuerdo con la decisión de matarlo; otros, alegaban su presunta inocencia y se oponían a su linchamiento. Revoloteaba el terror en sus ojos. Para resolver el dilema, los defensores mandaron llamar a mi abuelo Clemente, el único anciano vivo de los fundadores de la aldea Cumatzil. Ya no era una costumbre de los aldeanos consultarle para tomar sus decisiones como se hacía antaño, aunque esta ocasión lo ameritaba, porque era un caso de vida o muerte.
La aldea fue fundada hace un titipuchal de años cuando unos campesinos emigraron del norte de Chimaltenango a las montañas que todavía existían en el sur del país, en búsqueda de tierras para la agricultura. Cumatzil, como un ojo que abre sus párpados, se extendió entre la selva verde a través de los años. En esos terrenos vírgenes, recién deforestados y labrados con azadón, las semillas de maíz germinaron poquito a poco y crecieron, convirtiéndose en milpas que procrearon cuaches de elotes en cada mata. De los plataneros colgaban racimos de más de metro y medio que eran picoteados por el hambre de los pájaros. Los primeros habitantes de la nueva aldea se alimentaban de los animales cazados por sus manos; bastaba salir unas horas a cazar y era fácil encontrar tepezcuintes, coches de monte, venados, iguanas, tacuacines…
Por la deforestación y quema del bosque para expandir el área de cultivo, aparecían carbonizadas decenas de cotuzas, micoleones, mapaches, gorriones, pizotes… El progreso descontrolado, paulatinamente, fue casi eliminando algunas especies de la flora y fauna de ese lugar.
En los últimos meses, los robos de las aves de corral, como un remolino, despeinó la tranquilidad de Cumatzil. Varios pobladores afectados, vigilaban estrictos sus granjas para atrapar al responsable. Una tarde, uno de los vigilantes vio un animal desconocido, cerca de un gallinero: alertó a los vecinos, lo siguió y lo interceptó cerca de un chilar. El sospechoso trepó ágil a un árbol, apoyándose con su cola, y mientras intentaba saltar a otro, fue derribado al suelo de un certero garrotazo. Cayó como un zapote maduro y, rápido, se puso de pie. Trató de escabullirse por los matorrales. Unos perros lo obligaron a seguir por el sendero empedrado; allí, lo esperaba la turba y lo encerró en un círculo humano. Nadie reconocía al sospechoso.
—¿Qué es? —se preguntaban entre sí.
Mientras el animal buscaba una manera de escapar, la luz solar resplandecía en su pelaje aterciopelado, corto y tupido. Horrorizados, sus verdugos veían al ser mítico cambiar de color: la espalda se le veía marrón, la parte inferior un poco amarillenta y hacia la cabeza, se le tornaba más oscuro. Su cabeza redondeada y su cuerpo alargado y musculoso, sugerían ser la fusión de dos animales diferentes.
El sol en el horizonte se descolgaba de la vid y los captores tuvieron miedo de que, al anochecer, pudiera fugárseles convirtiéndose en un viento lóbrego o monstruo alado. De su nariz, similar a la de un puerco, le brotaban pistilos de sangre mientras chillaba. Atemorizados por su raro aspecto, le tiraban piedras desde una distancia prudente. Sus ojos, como hicacos maduros, querían salirse de sus cuencas. Y parecían antorchas las miradas de los que pretendían hacer la ejecución por su propia mano. Algunos niños se cubrían la cara con sus manos, y a través de esos barrotes, veían al apresado hacerse un «nudo ciego» cada vez que inmisericordes lo molían a palos. Los acusadores fueron incapaces de comprender el lenguaje animal.
Emergieron rumores que el ser mitológico era el brujo del pueblo vecino convertido en un characotel. O que era el mismísimo chupacabras y debía quemársele vivo; pero esperaban el veredicto de don Clemente a su llegada.
De todas partes del cuerpo, le botaban pétalos de sangre: él se cubría la cara con sus manos, queriendo evitar el vapuleo, y emitía quejidos como suplicando clemencia, esos lamentos se disolvían entre el bullicio de la multitud; por los golpes recibidos, ya le era imposible ponerse de pie. Me disponía a cerrar mis persianas para no seguir viendo el salvaje castigo, porque para mis doce años era demasiado cruel, cuando se acercó mi abuelo que más parecía un árbol por las venas enraizadas en sus brazos y pies; en su brazo derecho le colgaba un panal de avispas y, en el izquierdo, tenía un nido de tórtola. Cruzó, apoyándose de su bastón por donde la multitud abrió paso mientras un pájaro carpintero trataba de picarle el oído, se lo espantó con el sombrero y, en seguida, detuvo la paliza con un «¡ya basta!». Observó al prisionero, y luego, meneó la cabeza en señal de rechazo.
La gente desesperada le preguntaba:
—¿Es un characotel? ¿Es un chupacabras? ¿Qué demonios es?
Detrás de los lentes, la furia ardía en sus ojos. Volvió su mirada a la muchedumbre que en suspenso esperaba su respuesta y les gritó:
—¡Púchica! ¡Muchá! Es un inocente micoleón.
—Llevátelo a mi covacha —me dijo por estar cerca de él—; allá trataré de curar sus heridas.
Asentí con la cabeza. Me quité la camisa y, usándola como una cobija, envolví al moribundo animalito mientras se quejaba; nunca olvidaré esos gemidos. Los aldeanos se dispersaron inmersos en murmuraciones. Las casas se los tragaban en diferentes cantidades hasta quedar pocos, cabizbajos, esperando el desenlace fatal.
De camino al alivio, en la horqueta que formaban mis brazos, su corazón dejó de picotear el pecho mientras que mis luciérnagas encendían y apagaban sus lágrimas. Su único delito fue ser una especie en peligro de extinción.
*Cuento del libro El paracaidista infantil
Revista la Fábri/k/ es un espacio de difusión cultural apolítico, centroamericano; que tiene por finalidad presentar por medio de su plataforma a los artistas, espacios, ideas y proyectos que promuevan el desarrollo del arte a nivel regional e internacional.
Ciudad de Guatemala, 2020
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