El Ascenso de las Sombras: El Poder de la Sangre [Cap. 7; Parte 4] por F. A. Archila Sazo - /K/RTONES
EXCLUSIVA PARA REVISTA LA FÁBRI/K/ / 12 DE JULIO 2020
Representación gráfica del "Cuarto Mundo" de «El Ascenso de las Sombras: El Poder de la Sangre»
del escritor guatemalteco Fernando Archila Sazo.
Ilustración de: Javi Laparra.
Lee la parte 3 acá: /K/RTONES - F. A. Archila Sazo "El Ascenso de las Sombras: El Poder de la Sangre" [Cap. 7; Parte 3
Enderezó
su postura y mordió sus labios, afilando con entusiasmo su arma predilecta, su
voz.
Su
lengua afilada comenzó a danzar sutilmente. Componiendo cada palabra con ímpetu
y cargándola de una malicia sádica, una composición sublime al arte de la
manipulación. Una mujer esgrimiendo su más letal oficio: disparar palabras
cargadas con furia y resentimiento, prestas a la destrucción.
- Capitán
Suvell, ¿cuántos hombres tienes a tu cargo?
- Tengo
doscientos hombres, mi reina. – Contesto Suvell, con cierta incredulidad.
- Todos
se encuentran aquí, en Cressinthar. ¿Correcto?
- Así
es, mi reina.
- ¡Perfecto!
“Las damas del fuego y del agua” tienen poco más de trescientas guerreras. Con
quinientos guerreros debe ser más que suficiente. – Parecía satisfecha con las
probabilidades.
- ¿Suficiente
para qué, madre? – La curiosidad me invadía.
- ¡Para
vengar la muerte de tu hermana, Idalia! – Mi madre parecía hastiada con mi
incredulidad.
- ¿Y
cómo propones que hagamos eso? – Pregunté instintivamente.
- Tráeme
la cabeza de ese príncipe Dístan, hija mía. – Me lo dijo con furia y descaro,
sin intento alguno de disimular sus intenciones.
- El
príncipe Dístan se encuentra en Brella. Está rodeado de un ejército estimado en
quince mil hombres. Retomar Brella es sencillamente imposible, mi reina. –
Interrumpió con estrépito el Capitán Suvell, reafirmando las obviedades
evidentes.
- ¡Me
importa un carajo Brella! No pretendo ganar una guerra capitán, sino asesinar a
un príncipe insolente. Es una tarea sutil, una misión para una mujer.
- ¿Qué
estas tramando? – Le pregunté a mi madre, con una mezcla de curiosidad y miedo.
-
Existen mil maneras de acabar con la vida de un hombre. Y las mujeres, por
instinto, las conocemos todas. Tú encontrarás la forma de vengar a tu hermana.
Te doy el comando de “las damas del fuego y del agua”. Parte esta misma noche
rumbo a Brella. ¡Ve y venga la muerte de tu hermana! No vuelvas sin la cabeza
de ese príncipe. Y llévate al capitán Suvell y todos sus hombres, después de
todo, él ha jurado el día de hoy protegerte y mantenerte a salvo. – Mi madre le
dirigió una mirada falaz al capitán, mientras me seducía al oído.
- Mi
reina, le aconsejo prudencia. Esta misión podría…
-
¡Partiré de inmediato! – Dije, completamente desinteresada por las palabras de
Suvell que recomendaban sosiego y prudencia.
- El
rey debe ser informado, su majestad. Él no estará de acuerdo con esta misión.
¡Es un suicidio! – La voz de Suvell comenzaba a temblar.
- ¡No
lo es! Este es tan solo el comienzo de la leyenda en la que se convertirá mi
hija. – Mi madre aparentó un orgullo inexistente, pero yo quería creer en sus
mentiras.
- No te
defraudaré, madre. No volveré a Cressinthar sin la cabeza y las pelotas de ese
maldito hijo de puta. – Hablé sin una pizca de cordura.
- ¡Esto
es una locura! ¡Esto es traición! – Increpó Suvell, intuyendo que sería
arrastrado por el corazón a un despropósito funesto.
- Mi
padre ya te dio una orden. Tú encárgate de protegerme, yo me encargaré de
asesinar a este príncipe timorato sin dejar pista alguna. Este es nuestro destino,
Suvell. Esto es para lo que hemos estado entrenando sin cesar. ¡Tú y yo! –
Hablé, con palabras escalofriantemente parecidas a las de mi madre.
- Bien,
deben partir en secreto esta misma noche. Reúnan a los hombres del capitán y
las provisiones necesarias sigilosamente. No generen dudas, ni levanten
sospechas. Partan a media noche, sin decir una palabra. No digan nada a nadie,
especialmente a los hombres del capitán. ¡No confío en ellos! Que nadie los
vea, marchen sigilosamente hasta el amanecer. Llevan con ustedes mi más grande
anhelo: la venganza. – Con astucia, mi madre había alcanzado su objetivo. Se le
noto satisfecha.
- ¡Así
se hará, madre! – Y di media vuelta, lista para encaminarme a una misión para
la que no estaba preparada.
- Cielo
bendito, esto no puede acabar bien.
El
resto del día transcurrió tal cual lo esperaba. Suvell se esforzó al máximo por
disuadirme de emprender tan riesgosa aventura, pero mi corazón estaba decidido,
aunque no plenamente convencido. La seguridad es contagiosa, incluso si las
razones que ocasionan tal certeza, son las equivocadas.
Había
asumido con resignación mi fatídico destino. El fracaso era inevitable, eso lo
tenía claro. Al menos tendría la oportunidad de morir luchando. Solo había dos
maneras posibles en que aceptaría mi muerte de buena gana, peleando, o
follando. Dada a escoger, habría aceptado la segunda, pero en vista de las
circunstancias, se antojaba más probable la primera. Luchar como las guerreras
de Cressida de antaño, como las heroínas a las que idolatraba e intentaba
imitar con cada una de mis rebeldías. Luchando hasta mi último aliento,
desafiante, como mi hermana. Aquel sería un digno final, desafiante y repleta
de dignidad hasta el último segundo.
No
quería pensar demasiado en lo fácil que había sido para mi madre sacrificarme,
enviarme contra toda posibilidad y lógica a una muerte segura, pero me fue
imposible evitar tales interrogantes. Eran dudas razonables y dolorosas.
Siempre me sentí tan insignificante. O, mejor dicho, me hicieron sentir así.
Tan desechable, tan intrascendente. Era la hija de en medio, una especie de
amalgama forzada en una familia de marcadas preferencias. Mi madre solamente
tuvo corazón para Taría, en quien proyectaba todas sus aspiraciones frustradas.
Y mi padre… para su orgullo hecho carne, mi hermano menor.
En
medio de aquel caos de indiferencia, mi vida parecía poca cosa. Siempre me
consideré una mujer de carácter fulminante y personalidad sólida, pero mi madre
era capaz de desarmar mi autoestima con una sola palabra. Su pequeño gesto de
aprobación; confiando en mí una venganza que anhelaba, pero que, puesta a
escoger, jamás habría confiado en mí para ejecutarla, fue suficiente para
enlistarme en una expedición suicida.
Hay
ciertos trastornos que nos afectan de manera muy particular. Hay puntos de
debilidad en nuestro corazón, que ciertas personas saben explotar con malicia a
profundidad. Odiaba caer en la manipulación de mi madre, pero me era imposible
evitarla. Caía una y otra vez en sus juegos macabros.
Mi
patético deseo de aprobación estaba a punto de llevarme a la muerte. Aun así,
por mera ingenuidad o esperanza, vislumbraba un éxito inesperado. O, en el más
probable de los casos, una muerte honorable, tanto para mí, como para
quinientos desafortunados guerreros más que tendrían la “suerte” de acompañarme.
Suspiré patéticamente, con la idea de pensar que mi madre lloraría mi muerte
con la misma pasión que lloraba la de Taría. Una mentira que sabía muy bien, me
estaba diciendo a mí misma.
Se
acercaba la hora de partir. La noche avanzaba como una sombra sobre mi corazón.
Me enjuagué el cabello con agua helada y mis manos se tiñeron de corinto. Tomé
las puntas de mi larga cabellera para ver el resultado final. ¡Glorioso! Justo
como lo había imaginado. Un rosado intenso y llamativo.
Era una
muy reciente tradición personal. Solo había marchado a la guerra en dos
oportunidades, pero cada vez que lo hacía, me teñía el cabello de un color
diferente y llamativo. Buscaba colores fuertes y extravagantes que no pasaran
desapercibidos. Nada me parecía más terrible que ser una simple guerrera más en
el glorioso campo de batalla. Quería ser notada, apreciada; era la misma razón
por la cual al follar, jamás contuve mis gemidos. Si iba a dar el culo, quería
que se notase que lo estaba pasando de maravilla.
El
tinte de mis manos comenzó a secarse, parecía sangre a medio coagular. Esperaba
que se tratase de una premonición, de la futura sangre de mis enemigos
escurriéndose entre mis dedos., pero en el fondo, sabía que se trataba de la
sangre de todos los que nos aventurábamos en aquella triste andanza, y de cuya
muerte, yo sería culpable.
Al filo
de la media noche, momentos antes de partir, Suvell intentó disuadirme una
última vez. Un hombre enamorado es peligroso para sí mismo y para todos a su
alrededor. Estaba rompiendo su propio código de honor, desobedeciendo a su rey,
lanzándose a los brazos de la muerte; y todo por una mujer que, bien sabía, no
le correspondería jamás.
Aquel
momento, habría deseado mayor firmeza de parte de Suvell. Que me detuviera a la
fuerza, que evitara que cometiera semejante locura. Nunca entendí la macabra
razón por la cual los hombres no saben interpretar cuándo una mujer desea que
le obedezcas, y cuándo anhela que la detengas. Siempre damos las señales
correspondientes, pero los hombres siempre fallan torpemente en su
interpretación.
– ¡Es
hora de partir entonces! – Expresó Suvell, resignado a mis caprichos. Partimos
en una noche sin luna, en total silencio. Con hombres y mujeres que se lanzaban
miradas de incredulidad y desconfianza. Mi corazón palpitaba con agitación.
¡Bendita desobediencia! Siempre es tan emocionante y placentero hacer lo
indebido.
Fin del "Capítulo 7: Idalia Santidith".
Fernando Archila Sazo
Nunca me preparé con diligencia para los sueños que mas anhelé. Nunca invertí tiempo o esfuerzo en estudios que me capacitaran como escritor. Pero el fuego del alma es difícil de apagar. El océano de palabras e ideas demanda su dosis de atención. Donde he fallado vilmente en preparación, he conquistado con simple pasión. En literatura, como en el amor, nunca gana la razón.
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