El Ascenso de las Sombras: El Poder de la Sangre [Cap. 7; Parte 1] por F. A. Archila Sazo - /K/RTONES


Representación gráfica del "Cuarto Mundo" de «El Ascenso de las Sombras: El Poder de la Sangre»
del escritor guatemalteco Fernando Archila Sazo.
Ilustración de: Javi Laparra.

Idalia Santidith

El sonido del metal chocando siempre me excitó. La vibración y el ardor en mis articulaciones con cada impacto, aferrándome a mantener la espada empuñada me robaba el aliento. Sentía un pequeño delirio por el rugir de las espadas. Ese chirrido metálico, felino, humedecía mi vagina instantáneamente. Era un reflejo involuntario. Una buena batalla era casi sin excepción, una buena excusa para follar.

A un hombre solo lo llegas a conocer realmente cuando has peleado y cogido con él. Ambas cosas son igual de importantes. Dicen que las mujeres somos complicadas, pero los hombres lo son mucho más. Ese pequeño y susceptible miembro que les cuelga de entre las piernas, les genera un sinfín de complejos e inseguridades.

Me encontraba entrenando, como cada mañana desde hacía casi un año, lejos del bullicio de Cressinthar y de su gente hipócrita y prejuiciosa. Estaba en un campo despejado a orillas del Río Blanco, uno de mis sitios favoritos. El pasto era tierno y verde, al igual que mi contrincante. Un afable capitán de la guardia real de mi padre. Su nombre era Suvell, Capitán Suvell.

Un hombre estúpidamente atractivo. Era apenas un chico de 22 años, su cabello castaño y lacio era más fino que el mío. Su barba daba apenas los primeros brotes. Sus ojos verdes y desafiantes parecían penetrarte con la mirada. El desgraciado tenía una cintura definida y envidiable. ¡Y unas nalgas excelsas! Su cuerpo era pura perfección.

El único defecto real del portentoso semental, era su diminuta masculinidad. No era precisamente un pene minúsculo, era más bien, que el hombre no había aprendido nunca a utilizar lo poco que la naturaleza le había otorgado. Al menos no apropiadamente. Era un terrible amante, pero no había un espadachín más diestro en todo el puñetero reino. Proporcionalmente, lo que hacía mal en la cama con su protuberancia, lo hacía muy bien en el campo de batalla con la espada. Quizás era su miedo a morir sin haber provocado jamás un orgasmo, lo que le provocaba una furia sagaz y apasionada a la hora de luchar.

Me encantaba entrenar junto a él, en pocos meses que tenía instruyéndome, había mejorado muchísimo mi técnica. El único inconveniente surgió después de la primera lección, pues instintivamente me abalancé sobre él, sin saber la decepción que me llevaría.

Incluso mayor sorpresa, fue la consecuencia de aquel encuentro casual: un potrillo total y perdidamente enamorado de mí. Sospeché de su virginidad. Le di dos oportunidades más, después de todo, no quería perder a mi maestro, pero la decepción fue mayúscula. Llegó incluso a venirse sin siquiera tener duro el miembro.

Cualquier mujer comprensiva tiene la paciencia y la sutileza para ir moldeando al hombre en la cama. Pero yo no era comprensiva ni iba sobrada de paciencia. Ya les había enseñado a muchos niños en mi vida cómo montar a una verdadera mujer, como para seguir dando lecciones por misericordia. No tenía pizca de entusiasmo por hacerlo de nuevo, aunque ese culo perfecto casi me lo imploraba.

La lección de aquel día se alargó algunas horas. No me encontraba precisamente de buen humor. Cuando los hombres se enamoran, sacan a relucir ciertos defectos, desperfectos inertes de su naturaleza, tan propios de su carácter. Suvell, olvidó por completo lo que me había gustado de él en primer lugar: entrenar de forma brusca, fuerte y sin contemplaciones. A cambio, las prácticas se habían tornado bofas y aletargadas. No hay peor humillación que la de alguien que se deja vencer. Paradójicamente, Suvell parecía tomarlo como un acto de caballerosidad, puñetera lógica varonil.

Quise arrancarle la estúpida sonrisa de un golpe, pero por más que lo intenté, no logré alcanzarlo con mi espada de entreno. El maldito era tan rápido y ágil que siguió jugando conmigo, por lo que no tuve más remedio que darme por vencida de mala gana. Intentó abrazarme, una muestra de afecto que me causó franca repulsión en ese momento. Lo alejé de un empujón y comencé a recriminarle.

- ¡Vaya broma! No puedo ni borrarte esa sonrisa estúpida.
- ¡Lo has hecho muy bien el día de hoy! Solamente debes recordar mover más las piernas. – Dijo el cumplido con su voz varonil y sensual.
- ¡No pude clavarte la espada en esa estúpida cara tuya! Espero me enseñes de mejor manera, porque la próxima vez no quiero quedarme con las puñeteras ganas. – La falta de aire, me hizo decir las palabras apresuradamente.
- ¡Pronto! Pronto será la mejor guerrera del reino.

El Capitán Suvell rio tontamente, se acercó e intentó abrazarme, mis movimientos esquivos e involuntarios delataron una evidente falta de química. Igual me atrapó, no me quedó más remedio que agachar la mirada y apretar mi cara y mis tetas contra su abdomen de acero. Algunos placeres aún no se habían arruinado del todo.

Suvell intentó levantar mi rostro para besarme. – ¡No, Capi! Te daré un beso cuando me hayas convertido en la mejor guerrera de todo el puto reino. ¡Antes, ni lo sueñes! – Le dije, mientras con un empujoncito lo alejaba sutilmente. Un rechazo cortés. Al darme la vuelta, pude ver la cara pálida de un hombrecito que vestía las ropas de la guardia real. Se había escabullido en silencio y no me percaté de su presencia, hasta que estuvo frente a mis narices.

– ¡Mil disculpas, mi princesa! Su padre me ha enviado a llamarla. El rey solicita urgentemente su presencia… y la del caballero Dinmark. – El hombrecito habló con voz tímida, casi gimiendo. Su mirada intranquila me desconcertó. Suvell no pareció inmutarse. Para un soldado no existe el razonamiento, solamente la obediencia; por esa testarudez es que las guerras terminan reclamando tantas vidas, un despropósito innecesario y sin sentido.

Suvell y todos los soldados, son especialistas en el arte del cumplimiento sin cuestionamientos. Era uno de los guardias reales más jóvenes de la historia. Un honor que había alcanzado a base de golpizas y lealtad incuestionable. Era el menor de los hijos de la casa Dinmark, una camada de nueve niños, todos varones. No estaba destinado a ser el heredero del Palacio Dinmark, ni de ningún otro título de relevancia, pero su determinación le había encausado. Ya era famoso por ser el campeón invicto de seis torneos de justas y combate cuerpo a cuerpo. Una hazaña sin precedentes en todo el reino.

El hombrecillo terminó de decir la última palabra, fue el combustible que alimentó la obediencia innata del capitán, se desató una urgencia profunda por cumplir sus órdenes. Comenzó a preparar los caballos, dispuesto a partir de inmediato. Yo, por otra parte, necesitaba clarificaciones.

– ¿Qué ha sucedido? – Pregunté inconforme, ante la escasa información recibida del guardia.

– Han llegado prisioneros de Brella, mi princesa. La ciudad ha caído.

La última palabra la dijo con demasiado esfuerzo, tartamudeando torpemente. Ni bien escuché la noticia, me puse en marcha, aquella guerra acababa de dar un vuelco inesperado, aun así, un solo pensamiento rondaba por mi cabeza. ¡Mi hermana!

Taría era mi hermana mayor, primogénita del rey Crosnos, mi padre. Era la adoración de mi madre, y la mía también. Siempre admiré su valentía y su rebeldía, veía en su indomable espíritu, la fuerza y el empuje de una verdadera mujer; algo que siempre intenté imitar.

En secreto, siempre anhelé ser vista por mis padres de esa misma manera, con orgullo. Ser la hija de en medio, era sufrir una constante indiferencia por parte de mis padres. Sus ojos descuidados siempre vieron mis defectos con atención y desaprobación, mas nunca dedicaron tiempo a los triunfos de mi espíritu.

Mi padre, el rey de Cressida, solamente tenía ojos y tiempo para mi hermano menor, el príncipe heredero del reino. Un pequeño milagro de nueve años, había sobrevivido a toda clase de enfermedades y padecimientos, aun así, se fortalecía con cada año que pasaba. Un luchador innato desde la cuna.

Amaba con toda el alma a mi pequeño hermano, el príncipe Herdor, príncipe a quien debía mi lealtad. Más importante y significativo, sin embargo, era admitir que yo siempre resentí la atención que le dedicaba mi padre. Lo mismo sucedía con Taría, la amaba profundamente, a la vez que resentía el orgullo con el cual mi madre se expresaba de ella en cada ocasión. Y bien merecido lo tenía, pues era una mujer sinigual.
                                            
Se suponía que Brella era inexpugnable, como también que Taría era una guerrera formidable. Bajo su mando, se anticipaba imposible su caída. ¡No podía ser cierto! Brella no podía haber sido asaltada.

El palacio de Cressinthar a la luz de la mañana era simplemente espectacular. Era un sueño irreal, te provocaba olvidar tus penas y temores. Sus paredes estaban formadas por inmensos bloques dorados que reflejaban con sutileza la luz del sol. Dependiendo de la intensidad y la posición del astro en el cielo, las paredes cobraban tonos dorados o cobrizos. Durante los celajes de invierno y otoño, las paredes cobraban una tonalidad rojiza y tinta, sencillamente indescriptible.

Continuará...


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