El Ascenso de las Sombras: El Poder de la Sangre [Cap. 7; Parte 2] por F. A. Archila Sazo - /K/RTONES

EXCLUSIVA PARA REVISTA LA FÁBRI/K/ / 7 DE JUNIO 2020


Representación gráfica del "Cuarto Mundo" de «El Ascenso de las Sombras: El Poder de la Sangre»
del escritor guatemalteco Fernando Archila Sazo.
Ilustración de: Javi Laparra.


Ingresé al palacio por la entrada principal, una puerta de más de treinta metros de altura. Mi piel se bañó con la luz dorada del cielo y las paredes. Caminé en línea recta, a través de corredores que tenían interminables hileras de columnas a los costados. Anduve en línea recta, atravesando una alfombra roja que marcaba el camino, hasta el salón del trono, el sitio donde se impartía justicia en Cressinthar.

Suvell me acompañaba inexpresivo, mudo, inalterable; caminando detrás de mí, cual perro extraviado. Dos guardias fuertemente armados custodiaban las puertas que brindaban acceso al salón del trono. Armas entrecruzadas, miradas severas y posiciones intimidantes, restringiendo el paso. No me inmuté, aceleré mi andar, hasta que no les quedó más remedio que retirar sus armas, incapaces siquiera de anunciar mi llegada, tal cual era el protocolo. Conocían bien mi mirada, sabían que la princesa Idalia, de la casa Santidith, no se detendría a esperar ser presentada y recibida.

Antes que rey, aquel viejo marchito era mi padre. Para bien o para mal, la familia siempre se antepone a las formalidades; ese vínculo fraternal y la sensación de calidez y confianza, forman los puentes que conducen directo al desquicio y a los peores dolores de cabeza. Nunca antes necesité autorización para ver a mi padre o, mejor dicho, para discutir con él, así que irrumpí con un sutil portazo que se escuchó a lo largo y ancho del reino. Comencé a gritar de inmediato.

- ¿Qué diablos ha acontecido en Brella? – La impertinencia de mi tono de voz, hizo sacudirse del letargo a mi padre, quien se encontraba desparramado en el trono. La imagen fue imborrable, el rey Crosnos, abatido y cabizbajo al frente de una penosa treintena de hombres harapientos.
- Brella cayó, fue tomada por el ejército de Antrabia. Este príncipe Dístan parece haber conquistado la ciudad, sin apenas despeinarse. Y ha tenido los nervios de enviar de vuelta a esta manada de cobardes para ofrecer un pacto de paz. ¡Malditos sean mil veces todos ustedes! ¡Debería arrancarles la cabeza! ¡Decapitaron a mi hija, a su princesa, delante de sus narices y no hicieron absolutamente nada! ¡Lárguense! ¡Antes de que los estrangule con mis propias manos! – Con cada grito, el alma de mi padre se desgarraba. Una combinación de tristeza y furia.
- ¡Largo! El rey les ha dado una orden.

Las personas abandonaron el salón sin levantar la mirada, huyendo sin pudor ni vergüenza, una desbandada timorata y patética. No pudieron verme a los ojos siquiera. La vergüenza, es de seguro, el peor sentimiento con el cual convivir. ¡Malditas ratas cobardes!

Mi padre estaba aún en el trono, con rostro y semblante fatigado. Las canas de su cabello se filtraban entre sus rizos maltrechos. Traía la barba al ras, tal cual era su costumbre. Los ojos, con pesadas ojeras mantenían su fuerza, pero a la vez lucían la amargura de la derrota. Era la primera vez en toda mi vida que veía esa mirada en él. Sus cejas pobladas se encontraban despeinadas, como si estuviesen confundidas. A pesar de portar las más finas ropas de color dorado y azul, se veía desalineado, cansado, agobiado.

Vi a un hombre triste, portando una corona que poco le sirvió para salvar la vida de su hija. Reparé en lo absurdo que es el poder y lo sencillo que es perder la perspectiva. El semblante de mi padre fue un potente recordatorio: el poder no es más que una ilusión, porque sencillamente no se tiene potestad alguna sobre las cosas que realmente importan. El amor, la vida, la paz. No hay poder, no hay control posible sobre tales cosas. Hablé, como pocas veces lo había hecho en mi vida… con ternura.

- ¡Padre!
- ¡Mi niña! ¡He sido un mal padre! Ahora lo veo… nunca le dediqué el tiempo suficiente. Le encantaba montar a caballo, nunca la acompañé. Yo le ordené que custodiara Brella, pensé que estaría segura ahí. ¡Soy un estúpido! ¡Yo la maté! – Su desconsuelo era total y absoluto.
- ¡No, padre! Tú no la mataste. Tú no le ordenaste nada, ella se ofreció. Taría conocía el riesgo.
- Dicen estos cobardes que fue la única que se negó a servir de paloma mensajera. Por eso la mataron. Ella pudo haber vuelto, sana y salva, pero su espíritu no se lo permitió... ella nunca se doblegaría ante ese ejército de invasores. Era demasiado orgullosa.
- ¡Vengaremos su muerte, padre! Arrastraremos por las calles de Cressinthar la cabeza de ese príncipe Dístan. Castraremos a cada uno de los usurpadores, les expondremos descojonados y desnudos en la plaza, y los haremos tragarse sus propios genitales. ¡Envía a todo el ejército del reino al Este! Debemos luchar por recuperar todo lo que hemos perdido. Dame el honor de encabezarlo. ¡Yo puedo brindarte victorias! ¡Estoy lista! – Me invadía la furia, anhelaba una venganza inmediata y violenta.
- ¿Y qué piensas hacer, Idalia? ¿Qué pretendes, genio? ¡Abrirles las piernas para que ni siquiera deban molestarse en bajarte los calzones para follarte el ano! ¡Pequeña niña estúpida! ¿Para qué te sientes lista? ¿Para ser la puta de estos forasteros? Este príncipe no ha perdido una sola batalla. ¡Ni una sola! Si enviara a todo el ejército al Este, no me sorprendería tenerlo a la semana siguiente atacando desde el Oeste. Nos han ganado cada batalla desde hace años. Mis capitanes me recomiendan mil tácticas diferentes y cada una de ellas falla estrepitosamente. ¿Piensas que una necedad o un capricho cambiará el curso de la guerra? Este príncipe nos ha tomado la medida. ¡Y tú me aconsejas llevar a todo lo que queda de nuestro jodido ejército hasta las puertas de Brella, la ciudad más fortificada del reino! ¿Ir a ponerle el culo abierto para que nos lo revienten?
- ¿No pretendes hacer nada acaso? ¡Quedarte como un rey holgazán sentado en tu trono, mientras tus putas te consuelan! Taría fue asesinada, ¿y tú pretendes honrar su memoria, escondiéndote detrás de tus muros dorados? ¡No me sorprende que estemos perdiendo la guerra! Tú lo único que anhelas son más años de vida confortable con mil putas lamiéndote las bolas. – El desprecio y el asco con el que hablé, dijeron mucho más que mis palabras.
- ¡Vete! ¡Vete a la mierda antes de que te meta al calabozo por insolente! Fui un estúpido al creer que tendrías una pizca de compasión por tu hermana. ¡O por mí! A las mujeres de este reino solo les vale la sangre y la venganza. ¡Vete! ¡Vete! ¡Las mujeres están todas locas! ¡Hijas de la puta madre con carácter tempestuoso! – Sus gritos cayeron en oídos sordos.
- No tienes que pedírmelo dos veces. ¡Sigue llorando rey de los vivos y padre de los muertos! – Me levanté en medio de un lamento inconcluso, di media vuelta, viendo a Suvell, como suplicando con la mirada que me siguiera, y el respondió con los toscos movimientos de un militar insoportablemente obediente.
- ¡Capitán Suvell! No he terminado contigo. ¡Quieto! – Dijo con severidad mi padre.
- Como comande, mi rey.

Las lágrimas brotaron rebeldes. Un sollozo impertinente que no se sometió a mi voluntad. Demasiado amor, demasiado dolor. Parece ser siempre una relación proporcional. Nunca me gustó demostrar debilidad delante de otros, pero sentía mi alma arrugada, el dolor de la muerte de mi mentora tan sorpresiva e inesperada.

Poco me importaba lo que mi padre tenía que hablar con el Capitán Suvell. Quería salir de aquel sitio. Caminé hasta las puertas del salón, con mi cabeza totalmente concentrada en una sola irreverente idea. ¡Propinar un santo portazo! Un desahogo obligado y necesario.

Tanto dolor demandaba algo más de escándalo. El silencio es mal acompañante del sufrimiento. Amaba a mi hermana, por mil cosas más trascendentales que por simple afinidad. Me sentía abandonada, su muerte me había robado prematuramente sus consejos, sus lecciones, su risa y todos los planes que teníamos para el futuro. Era huérfana de un plan existencial. No estaba preparada para su ausencia. Al final, aunque nadie lo admita, el luto es tan doloroso por simple egoísmo. Los vivos sufren su dolor, no el ajeno.

Ya fuera del salón, pasé de largo a los guardias, escondiendo el rostro con mi cabello. Pude ver a mi madre de reojo, la reina Zariella de Cressida, con un vestido negro, largo, ajustado y escotado, esperándome al final del corredor. Me fundí en un abrazo con ella, como pocas veces lo habíamos hecho antes.

No pudimos hablar, tampoco hacía falta. El lenguaje que utilizamos fue más profundo, un lenguaje que solamente una madre puede tener con sus hijas. Una conexión que no habíamos tenido nunca, hasta ese fatídico e inusual momento. Era el lenguaje secreto del dolor, de la impotencia, de la rabia y la cólera. Por alguna razón perturbada, un lenguaje más básico que el del amor.

Bajo ciertas circunstancias, el rencor y el dolor pueden ser más fuertes que el amor. Aquel abrazo lo demostró. Empapé el vestido de mi progenitora, sintiéndome totalmente indefensa, llorando amargamente el dolor de la muerte, pero también, el de la impotencia de no poder obtener la venganza añorada.

Busqué con tenacidad el consuelo y la protección que, bien sabía, no llegaría de mi madre. Aun así, lo intenté. Mi madre me cogió de los hombros, me observó a los ojos por unos segundos, lo que pareció una eternidad terrible ante su mirada. Alcé la vista para contemplar su rostro hermoso. Ni siquiera el estrago del dolor y el duelo fueron capaces de opacarlo. Un universo de diminutas pecas, miles de pequeños detalles que siempre demandaban su dosis de atención.

Continuará...

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Sobre el libro y su autor: 
Todo acerca del primer libro de Fernando Archila Sazo.


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